*Anécdota producto de la desmedida ingesta de coleópteros y de este inevitable anacoretismo. Diez meses más tarde Cipria, la aérea, seguía allí, encuclillada, orinando sobre la hojarasca que cubría la rústica tumba de su hermano. Imposible que su perfecto contorno ensamblado al de los detalles de la plácida y afable campiña pasase desapercibido. El púbico lunar comestible, el relieve de las venas en sus manos, la magia de sus glúteos empinados, el almíbar de su efluvio clandestino; todo allí, parodiando a una perversa estampa que en el ocio agudo de Gimelia se hacía algo más que fotografía. El súbito descontrol en su estática de dolmen celeste, la instaba a frotar sus genitales hasta suscitar el asco que la moral defeca en toda naturaleza humana adjunta a una sociedad salpicada por la dialéctica del engaño.
A pesar de la fugaz continencia de Gimelia, el dorso de Cipria aparecía suscrito a su boca y aquel pequeño ano electrizado ya no era ese poro contráctil que se ocultaba al ritmo de las inevitables contracciones; al contrario, era la trompa misma de un pez dispuesta a recibir el anzuelo. Entonces Gimelia preparaba un té de menta y, encerrada en su escabrosa habitación repleta de posters jamás populares y de plantas disecadas, buscaba enfocar su hambrienta vista en un objeto intrascendente para poder distraer su irrecuperable fijación hacia la imagen de Cipria. Por pura inercia, se afianzaba de esos accesorios para maquillaje y aspiraba a jugar con ellos, pero lo único que se apreciaba en su espejo en forma de burbuja, eran dos pechos palpitantes sirviendo de base a dos recios pezones refulgentes y desesperados por ser tomados en cuenta a la hora en que el ímpetu fuese desatado.
La incontenible orina de Cipria estaba también en las cálidas piernas de Gimelia y ésta se olvidaba de la tumba, del hermano que nunca tuvo, del incesto que nunca llegó a perpetrar, del destino. Quizá sin desearlo, un llanto que a muchos les hubiera parecido fingido, surgía del demacrado rostro de Gimelia; ella no concebía su incapacidad de borrar de una vez por todas la rara presencia de Cipria, que seguía allí, encuclillada, pujando laboriosamente para que las ganas no cesasen nunca.
Y la cálida orina y su ámbar bañaban el cuello de Gimelia; el filtrado líquido se expandía por entre los pechos hasta posarse en su ombligo. Y ella no sabía otra cosa más que suponer que alguien la estaba bautizando; pero le dolía saberlo, pues le costaba aceptar que fuese apta para tales ceremonias. Sin creérselo demasiado, temía que en el fondo se estuviese cumpliendo uno de tantos deseos reprimidos; pero encontraba ridículo adjudicarle la culpa a Cipria; de entrada, porque sólo la había visto una vez, en el cementerio; y luego, pues porque era a Cipria precisamente a quien estaban enterrando.
Sin embargo, la historia de Cipria no habría de acabar con pueriles acosos imaginarios en la corta vida de Gimelia, incluso cuando ésta trató insistentemente de mudarse de cementerio. A un año de su muerte, en una tarde de ésas en las que revientan los capullos y hay chiquillos por todas partes robándose las flores y las lápidas de mármol recién colocadas, el olor a urea invadió su reducido espacio; una gotera incesante de líquido amarillo claro le produjo escalofríos y en sus níveas piernas se estrujó la geografía de sus muchos ligamentos, hasta que cerró los ojos y, pasase lo que pasase, imploró jamás abrirlos de nuevo.