Wednesday, January 30, 2008

escualo (pez oscuro que ilumina)


Cuando los días son así de largos y no tengo la ocasión de resguardarme de mi existencia, ni tampoco tengo la certeza de poder lograrlo totalmente, me voy directamente al baño. No enciendo la luz, cierro la puerta, la cierro. Y me veo allí sentado en el inodoro, inmerso en una oscuridad que satisface mi deseo de aislarme un poco más adentro. Es la misma oscuridad que siempre besa mi sien rasgada y los labios que esta boca a veces aborrece.

Batallando contra los bostezos de la noche encerada por insectos, pienso. ¿Lo ves? No soy un alga. Escualo.

De pronto, un mareo inadvertido me pone en alerta, mis glúteos están fríos, no voy a evacuar nada, sólo es la costumbre de las necesidades del cuerpo. Entonces el estrés me espina la mollera. Me agacho hasta besarme las rodillas. Es el efecto de las desarrolladas conversaciones del día, de las discusiones con la gente, del contacto de la muchedumbre, de escuchar rumores cavernarios, retrógrados y malolientes, de las llamadas de banda ancha, de los embrollos psicopatológicos. Excesos de realidad en dosis venenosas. El desvelo. La burla de todos mis colonos internos. El corazón resbalándose de un trampolín hacia una piscina sin fondo repleta de angelicales babas. Lacan dibujándome en su pizarra con los mismos trazos que tiene una pirámide de materia gris atrofiada con chantilly rancia encima, a manera de embellecedor para pudientes.

Luego hay las obligaciones, los impuestos y el tiempo. La cansada felicidad de darme cuenta de que estoy y de que he estado. Mi estómago vacío y mi mente repleta de almas, conjunciones de almas, secretos de almas. ¿Qué querré después de todo? Sé que no voy a dormir conmigo, que sólo dormiré con esta sombra que llevo puesta, jamás en reposo, ansiando que el día me descongestione un poco y que la luz no me moleste tanto.

Después del mareo, el humillo de una rala claridad me estorba el trance. Entiendo entonces que es un buen momento para saltar de la cornisa con todos los ideales dentro de una bolsa de papel manila con agujeros provocados por el tedio. Abajo no habrá nadie. Es el terruño de las utopías. Y empiezo a oír lo que ninguno oye: la ruptura de los huesos, el desgarro de los nervios, la explosión del cerebro, el desborde de las venas, el picoteo de las aves en mis ojos, el cierzo que siempre capta la eficacia del instante y el chillido de una verdad que se rasga como un rostro azotado por la arena del desierto.

Presto a cabecear, somnoliento y aturdido como hipócrita recién desenmascarado, me yergo y avanzo entre la oscuridad hasta la puerta.


De Ratario (Conmemoración de los posibles días) © Rafael Romero, 2004