
Ella me llevaba de la mano.
Corríamos.
De sus ojos brotaban gotas de esperma.
Lo supe por el olor.
En el parque había dos o tres cerdos degollados descansando sobre la fuente del centro.
Ella los saludó con una reverencia y me cargó con sus brazos.
Su rostro ahora era un espejo y pude verme reflejado.
Yo era una niña y no parecía estar asustada.
Ella, con tristeza en su cara desnuda, me dijo que ya no me necesitaba y me lanzó a la fuente de
los cerdos degollados.
Quise salir de allí enseguida, pero no pude.
Me habían crecido senos en forma de berenjenas, y pesaban.
Adentro, junto a mí y a mis senos, flotaban las cabezas de los cerdos.
Una de ellas me pidió que la amamantase.
Lo hice.
De mis senos brotaba también el esperma.
Sentí una angustia enorme al pensar que pronto vendrían las otras dos cabezas y no me alcanzaría el esperma para amamantarlas.